Sermón | Por Samuel Vila | Predicado con motivo del sepelio del notablepredicador español, pastor de la Iglesia Bautista de Barcelona, don Ambrosio Celma, el 8 de enero de 1944.
"Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida".
2 Timoteo 4:6-8
Se dice del cisne, que canta cuando siente llegar la muerte. Este fenómeno tuvo lugar en el apóstol Pablo. Pero sus palabras de despedida no suenan a requiem, sino a gloria. Es porque el anciano apóstol podía mirar a su pasado con tanta satisfacción como a su futuro, mientras se ocupaba con perfecta calma de su incierto y mísero presente. Observemos lo que
dice acerca de:
1. Su pasado
a) He peleado la buena batalla. La vida de todo cristiano es una batalla desde el mismo instante de su conversión. Así lo predice Cristo mismo (Mateo 10:34) y lo declara la experiencia del gran apóstol (Efesios 6:12). Lo es en grado máximo la vida de un ministro del Evangelio. ¡Cuántos conflictos tuvo que afrontar el denodado apóstol! Pero ¿se arrepiente de haber emprendido la noble carrera? Todo lo contrario; se hubiera arrepentido en aquellos solemnes momentos de haber escogido cualquier otro camino.
Tras de sí contemplaba una serie ininterrumpida de victorias: Derbe, Corinto, Filipos, Tesalónica, Atenas, eran otros tantos jalones de su marcha triunfal. En cada sitio almas esclavas del pecado y del enemigo habían sido libertadas por el gran conquistador en nombre de su Rey. Algunos estarían esperándole al otro lado del río de la muerte para darle a
conocer como el instrumento de su eterna dicha, y agradecer sus esfuerzos en su favor. ¿Hay en nuestro pasado victorias de tal género? ¿Tratamos de ganar almas para Cristo? No será porque nos falte oportunidad. ¿Qué nos falta, pues?
Cristo nos ha llamado a un conflicto feroz con los poderes del mal; pero es una lucha que no deja luto, ruinas ni remordimiento como el que algunos guerreros han sentido a la hora de la muerte, sino todo lo contrario. Por esto la llama «la buena batalla». Algunas causas buenas han tenido que ser defendidas con batallas malas, pero es una gran satisfacción pelear por Cristo, como lo hizo Pablo, sacrificando sólo a uno mismo en favor de otros (2ª Timoteo 2:10). Como escribió Guillermo Booth en la célebre frase que dio origen a su institución admirable, «la Iglesia es un ejército de salvación». No es necesario vestir uniforme para ser soldado del mismo. Pablo nunca lo vistió, pero fue quizás el más notable estratega en la lucha de siglos que ha de terminar con la derrota efectiva contra el pecado y mal que existe en el mundo.
¿Qué lugar ocupamos en esta titánica empresa? ¿Somos soldados del bien, activos, decididos, conquistadores? Hay cristianos que confunden su iglesia con un hospital. Eternos enfermos espirituales quieren ser mimados y atendidos, en lugar de hallarse dispuestos a luchar por Cristo y a cuidar de otros. Éstos no podrán entonar un cántico de triunfo al final de sus días.
b) He terminado la carrera. Cualquier carrera no terminada es un gran fracaso y pérdida. Mucho más lo es la carrera espiritual. «Si se retirare, no agradará a mi alma», dice el Señor. (Hebreos 10:38.) Por esto era el anhelo del gran apóstol: «Solamente que acabe mi carrera con gozo» (Hechos 20:24.) Sólo pueden terminar con gozo su carrera los que han vivido en el gozo de la comunión diaria con Dios (Génesis 5: 24). Así la terminó el hermano cuya partida recordamos, trabajando en glorificar a su Maestro hasta el último momento. ¿Cómo la terminaremos nosotros? Si somos fieles, habrá un doble motivo de gozo: por una lado, la satisfacción por los hechos nobles realizados durante la vida y, por otro, la esperanza de un glorioso porvenir. ¿Por qué cantaban los mártires en los circos y en las hogueras?
c) He guardado la fe. ¿Cuál? La recibida de Jesucristo (1ª Corintios 11:23). «La fe dada una vez a los santos» (Judas 3). No una fe variable, modelada según la moda o capricho humano. Tal fe debe ser guardada como un tesoro. Así la guardó Pablo, a pesar de un Himeneo y Fileto, proclamadores de doctrinas «más razonables» (?) (2ª Timoteo 2:18), pero no recibidas de la única fuente de Verdad: Cristo Jesús. Así la guardó nuestro amado hermano; nunca se desvió de los fundamentos. Y así debemos guardarla nosotros.
2. Su presente
El final de una vida es siempre miserable y triste, ora tenga lugar en una cárcel, ora en el lecho de muerte de una mansión suntuosa. Lo que hace la mayor diferencia para el que se encuentra en tal estado, no es lo exterior, sino lo interior. Compárese el estado de ánimo del gran apóstol con el de ciertos impíos, tales como Voltaire, Payne y otros que han fallecido en medio de cruel desespero. Notemos que San Pablo habla de:
a) Ser ofrecido. ¡Qué privilegio! ¡Ser puesto como víctima sobre el altar para glorificar a Dios!
b) Mi partida. Como si se tratara de un viaje de placer. No «mi fin», término de todo.
c). Trae el capote y los libros. Procura cuidar el cuerpo y el espíritu hasta en las mismas puertas de la eternidad.
Un cuerpo resfriado y enfermo no podía ser empleado fácilmente en el servicio de Cristo, escribiendo o hablando a los guardianes. Nuestro cuerpo es el maravilloso instrumento de trabajo que Dios nos ha dado. Cuidémoslo con esmero; usémoslo bien hasta el último momento y dejémoslo sin pesar cuando Dios nos llame.
3. Su futuro
Me está guardada la corona de justicia. ¡Qué hermosa seguridad! ¿De dónde la recibió? No podía ser una ilusión inculcada por maestros religiosos, puesto que él siguió un nuevo camino en religión, precisamente aquel que llamaban «herejía». Sólo por verdadera revelación podía haber obtenido tan segura esperanza aquel antiguo enemigo de la fe cristiana. Había visto la corona, había recibido la promesa de labios del mismo Cristo. Notad cuán hermosamente lo expresa en Filipenses 3:12: «Me esfuerzo para ver si alcanzo aquello para lo cual fui alcanzado por Cristo Jesús».
Hay que distinguir que no se trata aquí de salvación, la entrada en el Cielo, ganada por Cristo y obtenida mediante la fe en Él (Filipenses 3:9), sino de «la corona», el premio, los honores preparados por el Padre para quien servirá al Hijo con fidelidad y lealtad (Juan 12:26). No puede haber corona sin entrada en palacio. El apóstol tenía ambas cosas. Había vivido de tal modo que estaba seguro de que el juicio de sus obras, hecho por el «Juez justo», no podía menos que serle muy favorable. ¿Podemos nosotros afirmar lo
mismo?
4. Su generosa advertencia
El noble y amante apóstol no se contentaba con ser coronado él. Se solazaba con la esperanza de que muchos más compartirían su privilegio. Desea que sea así. Por esto formula su fiel advertencia: «y no sólo a mí…» Hay corona «para todos los que aman su venida», pues es razonable esperar que quien ama su venida:
a) Es salvo por Cristo. No teme su encuentro. Sabe que sus pecados han sido perdonados. (Véase la anécdota La muerte de Voltaire.)
b) Será un cristiano activo que trabajará para apresurarla, completando el número de los redimidos (2ª Pedro 3:12).
c) Vivirá de un modo irreprensible (Judas 24). Para ser hallado sin ofensa en el día de Cristo (Filipenses 1:10).
d) No temerá tampoco la muerte, que es otro modo de unirse al Salvador que espera (Véase la anécdota La muerte de Moody.)
¡Cuán dulce es la voz del amor fraternal en estos momentos solemnes de despedida! Con los pies en los umbrales de la eternidad, piensa cariñosamente en todos aquellos a quienes ama, que vienen siguiéndole en la carrera. «No sólo a mí…»
De la misma manera que lo dijo el gran apóstol, nos diría nuestro amado hermano que ya ha entrado en su descanso: Vosotros que aún estáis en la lid, en la carrera, «procurad de hacer firme vuestra vocación y elección…», trabajad y luchad superando las dificultades. Vosotros podéis hacer algo más para abrillantar vuestra corona; hacedlo, en tanto que tenéis tiempo. Pronto nos encontraremos para disfrutar juntos del mismo bien que la gracia abundante del Señor otorgará «a todos los que aman su
venida». Amén.
ANÉCDOTAS
JUSTINO MÁRTIR , Y EL PROCÓNSUL
Cuando Justino Mártir fue presentado, con otros seis cristianos, ante Rusticus, el procónsul de Roma, éste les preguntó:
–¿Suponéis que si fueseis azotados y vuestras cabezas cortadas, subiríais al cielo para ser recompensados? A lo que, adelantándose Justino, le contestó:
–No lo supongo, sino que lo sé, y estoy plenamente convencido de ello.
El mismo día, después de ser azotados, fueron conducidos al suplicio donde murieron glorificando a Dios.
LA MUERTE DE VOLTAIRE
Voltaire fue, sin duda, el ateo de más talento que el mundo ha conocido. Escribió 250 publicaciones, la mayor parte de ellas contra el cristianismo. Es lógico pensar que un hombre tan inteligente debería permanecer fiel a sus convicciones a la hora de la muerte. Pero no fue así. Se sabe que dejó una declaración firmada en la que pedía a Dios perdón por sus pecados. Decía que había sido abandonado por Dios y por los hombres. Durante los días
que precedieron a su muerte gritaba: «¡Oh Cristo! ¡Oh Jesucristo!» para romper casi inmediatamente en blasfemias. Su médico y la enfermera Marchal de Richelieu salieron del cuarto porque dijeron que no podían ver una muerte tan horrible. Con razón se ha dicho que la hora de la muerte es la hora de la verdad.
L A MUERTE DE MOODY
Mr. Moody murió como había vivido. Solía decir este gran siervo del Señor:
–Algún día leeréis en los periódicos que D. L. Moody ha muerto; no lo creáis. Cuando digan que estoy muerto estaré más vivo que nunca.
En verdad es muy fácil decir esto cuando se goza de buena salud, pero es un hecho que Mr. Moody, en los últimos momentos de su vida, miraba a la muerte cara a cara sin temor alguno.
En su último día en la tierra, por la mañana, muy temprano, su hijo Bill que le velaba, le oyó susurrar algo e inclinándose pudo captar estas palabras:
–La tierra retrocede, el cielo se abre, Dios me está llamando.
Inquieto, Bill llamó a los demás miembros de la familia
–No, no, papá; no estás tan mal –le dijo su hijo. Él abrió los ojos y al verse rodeado de su familia, dijo:
–He estado ya dentro de las puertas. He visto los rostros de los niños. (Se refería a dos nietos que hacía poco habían muerto.) Poco después perdió de nuevo el sentido; pero de nuevo, volviendo en sí, abrió los ojos y dijo:
–¿Es esto la muerte? ¡Esto no es malo! No hay tal valle sombrío. Esto es la bienaventuranza; esto es dulce, esto es la gloria.
Con el corazón quebrantado, su hija le dijo:
–¡Papá, no nos dejes!
–¡Oh, Emilia –respondió el moribundo–, yo no rehúso el vivir. Si Dios quiere que viva, viviré; pero si Dios me llama, es preciso que me levante y vaya. Un poco más tarde, alguien procuró despertarle, pero él respondió en voz baja:
–Dios me está llamando. No me importunéis para que vuelva. Este es el día de mi coronación. Hace tiempo que lo esperaba.
Y así voló su espíritu a la presencia de Dios, para recibir la corona de su gloria.
"Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida".
2 Timoteo 4:6-8
Se dice del cisne, que canta cuando siente llegar la muerte. Este fenómeno tuvo lugar en el apóstol Pablo. Pero sus palabras de despedida no suenan a requiem, sino a gloria. Es porque el anciano apóstol podía mirar a su pasado con tanta satisfacción como a su futuro, mientras se ocupaba con perfecta calma de su incierto y mísero presente. Observemos lo que
dice acerca de:
1. Su pasado
a) He peleado la buena batalla. La vida de todo cristiano es una batalla desde el mismo instante de su conversión. Así lo predice Cristo mismo (Mateo 10:34) y lo declara la experiencia del gran apóstol (Efesios 6:12). Lo es en grado máximo la vida de un ministro del Evangelio. ¡Cuántos conflictos tuvo que afrontar el denodado apóstol! Pero ¿se arrepiente de haber emprendido la noble carrera? Todo lo contrario; se hubiera arrepentido en aquellos solemnes momentos de haber escogido cualquier otro camino.
Tras de sí contemplaba una serie ininterrumpida de victorias: Derbe, Corinto, Filipos, Tesalónica, Atenas, eran otros tantos jalones de su marcha triunfal. En cada sitio almas esclavas del pecado y del enemigo habían sido libertadas por el gran conquistador en nombre de su Rey. Algunos estarían esperándole al otro lado del río de la muerte para darle a
conocer como el instrumento de su eterna dicha, y agradecer sus esfuerzos en su favor. ¿Hay en nuestro pasado victorias de tal género? ¿Tratamos de ganar almas para Cristo? No será porque nos falte oportunidad. ¿Qué nos falta, pues?
Cristo nos ha llamado a un conflicto feroz con los poderes del mal; pero es una lucha que no deja luto, ruinas ni remordimiento como el que algunos guerreros han sentido a la hora de la muerte, sino todo lo contrario. Por esto la llama «la buena batalla». Algunas causas buenas han tenido que ser defendidas con batallas malas, pero es una gran satisfacción pelear por Cristo, como lo hizo Pablo, sacrificando sólo a uno mismo en favor de otros (2ª Timoteo 2:10). Como escribió Guillermo Booth en la célebre frase que dio origen a su institución admirable, «la Iglesia es un ejército de salvación». No es necesario vestir uniforme para ser soldado del mismo. Pablo nunca lo vistió, pero fue quizás el más notable estratega en la lucha de siglos que ha de terminar con la derrota efectiva contra el pecado y mal que existe en el mundo.
¿Qué lugar ocupamos en esta titánica empresa? ¿Somos soldados del bien, activos, decididos, conquistadores? Hay cristianos que confunden su iglesia con un hospital. Eternos enfermos espirituales quieren ser mimados y atendidos, en lugar de hallarse dispuestos a luchar por Cristo y a cuidar de otros. Éstos no podrán entonar un cántico de triunfo al final de sus días.
b) He terminado la carrera. Cualquier carrera no terminada es un gran fracaso y pérdida. Mucho más lo es la carrera espiritual. «Si se retirare, no agradará a mi alma», dice el Señor. (Hebreos 10:38.) Por esto era el anhelo del gran apóstol: «Solamente que acabe mi carrera con gozo» (Hechos 20:24.) Sólo pueden terminar con gozo su carrera los que han vivido en el gozo de la comunión diaria con Dios (Génesis 5: 24). Así la terminó el hermano cuya partida recordamos, trabajando en glorificar a su Maestro hasta el último momento. ¿Cómo la terminaremos nosotros? Si somos fieles, habrá un doble motivo de gozo: por una lado, la satisfacción por los hechos nobles realizados durante la vida y, por otro, la esperanza de un glorioso porvenir. ¿Por qué cantaban los mártires en los circos y en las hogueras?
c) He guardado la fe. ¿Cuál? La recibida de Jesucristo (1ª Corintios 11:23). «La fe dada una vez a los santos» (Judas 3). No una fe variable, modelada según la moda o capricho humano. Tal fe debe ser guardada como un tesoro. Así la guardó Pablo, a pesar de un Himeneo y Fileto, proclamadores de doctrinas «más razonables» (?) (2ª Timoteo 2:18), pero no recibidas de la única fuente de Verdad: Cristo Jesús. Así la guardó nuestro amado hermano; nunca se desvió de los fundamentos. Y así debemos guardarla nosotros.
2. Su presente
El final de una vida es siempre miserable y triste, ora tenga lugar en una cárcel, ora en el lecho de muerte de una mansión suntuosa. Lo que hace la mayor diferencia para el que se encuentra en tal estado, no es lo exterior, sino lo interior. Compárese el estado de ánimo del gran apóstol con el de ciertos impíos, tales como Voltaire, Payne y otros que han fallecido en medio de cruel desespero. Notemos que San Pablo habla de:
a) Ser ofrecido. ¡Qué privilegio! ¡Ser puesto como víctima sobre el altar para glorificar a Dios!
b) Mi partida. Como si se tratara de un viaje de placer. No «mi fin», término de todo.
c). Trae el capote y los libros. Procura cuidar el cuerpo y el espíritu hasta en las mismas puertas de la eternidad.
Un cuerpo resfriado y enfermo no podía ser empleado fácilmente en el servicio de Cristo, escribiendo o hablando a los guardianes. Nuestro cuerpo es el maravilloso instrumento de trabajo que Dios nos ha dado. Cuidémoslo con esmero; usémoslo bien hasta el último momento y dejémoslo sin pesar cuando Dios nos llame.
3. Su futuro
Me está guardada la corona de justicia. ¡Qué hermosa seguridad! ¿De dónde la recibió? No podía ser una ilusión inculcada por maestros religiosos, puesto que él siguió un nuevo camino en religión, precisamente aquel que llamaban «herejía». Sólo por verdadera revelación podía haber obtenido tan segura esperanza aquel antiguo enemigo de la fe cristiana. Había visto la corona, había recibido la promesa de labios del mismo Cristo. Notad cuán hermosamente lo expresa en Filipenses 3:12: «Me esfuerzo para ver si alcanzo aquello para lo cual fui alcanzado por Cristo Jesús».
Hay que distinguir que no se trata aquí de salvación, la entrada en el Cielo, ganada por Cristo y obtenida mediante la fe en Él (Filipenses 3:9), sino de «la corona», el premio, los honores preparados por el Padre para quien servirá al Hijo con fidelidad y lealtad (Juan 12:26). No puede haber corona sin entrada en palacio. El apóstol tenía ambas cosas. Había vivido de tal modo que estaba seguro de que el juicio de sus obras, hecho por el «Juez justo», no podía menos que serle muy favorable. ¿Podemos nosotros afirmar lo
mismo?
4. Su generosa advertencia
El noble y amante apóstol no se contentaba con ser coronado él. Se solazaba con la esperanza de que muchos más compartirían su privilegio. Desea que sea así. Por esto formula su fiel advertencia: «y no sólo a mí…» Hay corona «para todos los que aman su venida», pues es razonable esperar que quien ama su venida:
a) Es salvo por Cristo. No teme su encuentro. Sabe que sus pecados han sido perdonados. (Véase la anécdota La muerte de Voltaire.)
b) Será un cristiano activo que trabajará para apresurarla, completando el número de los redimidos (2ª Pedro 3:12).
c) Vivirá de un modo irreprensible (Judas 24). Para ser hallado sin ofensa en el día de Cristo (Filipenses 1:10).
d) No temerá tampoco la muerte, que es otro modo de unirse al Salvador que espera (Véase la anécdota La muerte de Moody.)
¡Cuán dulce es la voz del amor fraternal en estos momentos solemnes de despedida! Con los pies en los umbrales de la eternidad, piensa cariñosamente en todos aquellos a quienes ama, que vienen siguiéndole en la carrera. «No sólo a mí…»
De la misma manera que lo dijo el gran apóstol, nos diría nuestro amado hermano que ya ha entrado en su descanso: Vosotros que aún estáis en la lid, en la carrera, «procurad de hacer firme vuestra vocación y elección…», trabajad y luchad superando las dificultades. Vosotros podéis hacer algo más para abrillantar vuestra corona; hacedlo, en tanto que tenéis tiempo. Pronto nos encontraremos para disfrutar juntos del mismo bien que la gracia abundante del Señor otorgará «a todos los que aman su
venida». Amén.
ANÉCDOTAS
JUSTINO MÁRTIR , Y EL PROCÓNSUL
Cuando Justino Mártir fue presentado, con otros seis cristianos, ante Rusticus, el procónsul de Roma, éste les preguntó:
–¿Suponéis que si fueseis azotados y vuestras cabezas cortadas, subiríais al cielo para ser recompensados? A lo que, adelantándose Justino, le contestó:
–No lo supongo, sino que lo sé, y estoy plenamente convencido de ello.
El mismo día, después de ser azotados, fueron conducidos al suplicio donde murieron glorificando a Dios.
LA MUERTE DE VOLTAIRE
Voltaire fue, sin duda, el ateo de más talento que el mundo ha conocido. Escribió 250 publicaciones, la mayor parte de ellas contra el cristianismo. Es lógico pensar que un hombre tan inteligente debería permanecer fiel a sus convicciones a la hora de la muerte. Pero no fue así. Se sabe que dejó una declaración firmada en la que pedía a Dios perdón por sus pecados. Decía que había sido abandonado por Dios y por los hombres. Durante los días
que precedieron a su muerte gritaba: «¡Oh Cristo! ¡Oh Jesucristo!» para romper casi inmediatamente en blasfemias. Su médico y la enfermera Marchal de Richelieu salieron del cuarto porque dijeron que no podían ver una muerte tan horrible. Con razón se ha dicho que la hora de la muerte es la hora de la verdad.
L A MUERTE DE MOODY
Mr. Moody murió como había vivido. Solía decir este gran siervo del Señor:
–Algún día leeréis en los periódicos que D. L. Moody ha muerto; no lo creáis. Cuando digan que estoy muerto estaré más vivo que nunca.
En verdad es muy fácil decir esto cuando se goza de buena salud, pero es un hecho que Mr. Moody, en los últimos momentos de su vida, miraba a la muerte cara a cara sin temor alguno.
En su último día en la tierra, por la mañana, muy temprano, su hijo Bill que le velaba, le oyó susurrar algo e inclinándose pudo captar estas palabras:
–La tierra retrocede, el cielo se abre, Dios me está llamando.
Inquieto, Bill llamó a los demás miembros de la familia
–No, no, papá; no estás tan mal –le dijo su hijo. Él abrió los ojos y al verse rodeado de su familia, dijo:
–He estado ya dentro de las puertas. He visto los rostros de los niños. (Se refería a dos nietos que hacía poco habían muerto.) Poco después perdió de nuevo el sentido; pero de nuevo, volviendo en sí, abrió los ojos y dijo:
–¿Es esto la muerte? ¡Esto no es malo! No hay tal valle sombrío. Esto es la bienaventuranza; esto es dulce, esto es la gloria.
Con el corazón quebrantado, su hija le dijo:
–¡Papá, no nos dejes!
–¡Oh, Emilia –respondió el moribundo–, yo no rehúso el vivir. Si Dios quiere que viva, viviré; pero si Dios me llama, es preciso que me levante y vaya. Un poco más tarde, alguien procuró despertarle, pero él respondió en voz baja:
–Dios me está llamando. No me importunéis para que vuelva. Este es el día de mi coronación. Hace tiempo que lo esperaba.
Y así voló su espíritu a la presencia de Dios, para recibir la corona de su gloria.
El Cántico Triunfal del Luchador Cristiano - Samuel Vila
Reviewed by SAMUEL VASQUEZ
on
agosto 08, 2012
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